Se cuenta que un niño estaba
siempre malhumorado y cada día se peleaba en el colegio con sus compañeros.
Cuando se enfadaba, se abandonaba a la ira y decía y hacía cosas que herían a
los demás niños. Consciente de la situación, un día su padre le dio una bolsa
de clavos y le propuso que, cada vez que discutiera o se peleara con algún
compañero, clavase un clavo en la puerta de su habitación.
El primer día clavó treinta y
tres. Terminó agotado, y poco a poco fue descubriendo que le era más fácil
controlar su ira que clavar clavos en aquella puerta. Cada vez que iba a
enfadarse se acordaba de lo mucho que le costaría clavar otro clavo, y en el
transcurso de las semanas siguientes, el número de clavos fue disminuyendo.
Finalmente, llegó un día en que no entró en conflicto con ningún compañero.
El padre lo llevó ante la puerta
de la habitación. “Te felicito, estoy muy contento y orgulloso de ti.”, le dijo. “Pero fíjate en los
agujeros que han quedado en la puerta, aunque la intentemos arreglar, nunca volverá a ser la misma. Cuando
entras en conflicto con los demás y te dejas llevar por la ira, Las cosas que decimos dejan heridas en el corazón
muy similares a estos hoyos. Aunque en un primer momento no puedas
verlas, las heridas verbales pueden ser tan dolorosas como las físicas. No lo
olvides nunca: la ira deja cicatrices en
nuestro corazón”.
El niño jamás olvidó lo que le enseñó su sabio padre aquel día. Cada
vez que estaba a punto de ceder a la rabia y al mal humor, recordaba la
trabajosa tarea de los clavos y los hoyos dejados en su puerta. Entonces elegía
la calma y actuar movido por el amor. La tristeza lo invadía sólo con pensar
que su furia y egoísmo podrían ser los responsables de los agujeros del alma de
las personas a las que amaba.